Esa noche, la luna brillaba en el cielo como un farol encendido, redonda y tranquila.
La observé por un buen rato y comprendí algo que quizás siempre supe, pero nunca lo había expresado: la luna tiene sus ciclos… y nosotros también.
A veces, se muestra en todo su esplendor, radiante y orgullosa de su luz. Es su momento de plenitud, donde revela todo su ser. En nuestra vida hay días así: momentos en los que sentimos que nada nos falta, que lo que hemos soñado está aquí, justo frente a nosotros.
Pero la luna no se queda en ese estado para siempre. Poco a poco, va menguando y su luz se apaga. No es una derrota, solo un recordatorio de que hay veces en que debemos soltar, descansar y cerrar capítulos. Nosotros, aunque nos cueste, también necesitamos esos instantes para dejar ir lo que ya no nos pertenece.
Luego llega la luna nueva, en la que el cielo parece un lienzo vacío. Es la fase más callada, pero también la más rica en posibilidades. Es el momento de plantar esas semillas invisibles, de preparar el suelo para lo que está por venir. Igual que en la vida: esos momentos en que parece que nada sucede, en realidad, estamos creciendo por dentro.
Después, poco a poco, la luz vuelve. La luna creciente nos muestra que reiniciar no es un salto al vacío, sino un proceso. Cada pequeño paso cuenta, aunque parezca insignificante. Así, sin darnos cuenta, regresas a brillar.
Me di cuenta entonces de que no hay que temer a nuestras fases oscuras ni aferrarnos demasiado a las iluminadas. Todo forma parte del mismo viaje. La luna no se critica por cambiar… y nosotros tampoco deberíamos hacerlo.
Porque, al igual que ella, siempre tenemos la oportunidad de llenar nuestro cielo de luz nuevamente.
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Foto tomada este pasado 9 de agosto en el Parque Metropolitano Marisma de los Toruños y Pinar de la Algaida, by @naveirofotografias
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